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Toda convicción es una cárcel


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Nostalgia

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Siempre me pregunto si la nostalgia es buena o mala, consciente de que soy una nostálgica empedernida. Si, lo confieso. Me encanta echar la vista atrás y daría lo que fuera por regresar, aunque fuera sólo un día, a un momento concreto del pasado. Desde una posición ventajista, claro. Sabiendo entonces lo que sé ahora. Observando todo aquello que no veía por más que pasara a un palmo de mis narices y disfrutando del momento como debí hacerlo.
 
Suelen decir que la nostalgia es mala compañera. Incluso, que aferrarse a cualquier tiempo pasado es un ejercicio de inmadurez propio de personas que temen los cambios y, en definitiva, crecer. Supongo que per sé, la nostalgia no es buena ni mala. Lo relevante es cómo se gestiona. 


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Construyendo recuerdos

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Son los ladrillos que conforman nuestra identidad. Somos nuestros recuerdos. El cerebro almacena fotos, vídeos, olores, sensaciones. A menudo, recordamos sólo un hecho. Allí nos reímos, allí nos caímos, allí sufrimos en silencio, allí salimos airosos, allí saboreamos el éxito.El contexto con el que lo vestimos corre a cuenta de nuestra imaginación. De hecho, hay recuerdos que existen sólo porque han sido explicados mil veces. Tú eres incapaz de visualizarlos y un día te preguntas si aquello existió de verdad o es una invención, esa mentira que, repetida cientos de veces, se convierte en verdad, que decía aquél amante de los derechos humanos.

A veces, conviene sepultar unos en las catacumbas para poder avanzar, aunque con ellos te lleves por delante algunos de los mejores. ¿Si no tenemos recuerdos no existimos?

Habrá que construir nuevos.

Existimos porque alguien piensa en nosotros y no al revés

Princesas


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La espeluznante inercia

Alberto Camus

Alberto Camus

Indudablemente, cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no lo rehará. Pero su tarea quizá sea aún más grande. Consiste en impedir que el mundo se deshaga. Heredera de una historia corrompida, en la que se mezclan las revoluciones frustradas, las técnicas enloquecidas, los dioses muertos y las ideologías extenuadas; cuando poderes mediocres pueden destruirlo todo, pero ya no saben convencer; cuando la inteligencia se ha rebajado hasta convertirse en criada del odio y la opresión, esta generación ha tenido, en sí misma y alrededor de sí misma, que restaurar, a partir de sus negociaciones, un poco de lo que hace digno el vivir y el morir.

Alberto Camus

Estocolmo, 10 de diciembre de 1957

Ojalá aquel tiempo fuera el de ahora, ojalá nuestra generación, mi generación, despertara del letargo, rehuyera de diluirse en la masa social, desdeñara la inercia y decidiera actuar.


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My way

Arrancaba el post titulando: Lo siento, soy así. Pero, en realidad, no. No lo siento.

Sé que a la mayoría le asusta hablar de sentimientos, de sus temores, de sus aspiraciones, de sus dudas… ¡De sí mismos!

Y me parece triste. Yo no soy así.

¿Me hace eso más vulnerable? Seguramente.

O puede que sea igual que el resto, sólo que tengo menos corazas.

Tememos quedarnos a solas con nosotros mismos. Qué incomodidad, el silencio,  zambullirse en uno mismo y tener que escucharse, preguntarse si estamos o no contentos con lo que hacemos con cómo actuamos.

En cualquier caso, no renuncio a conocerme a mí misma y, por tanto, a ser mejor.


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El peso de las palabras

¿Cómo puede algo etéreo pesar como una losa?

«Carta en la mesa pesa», se dice en los juegos de naipes. Con las palabras sucede exactamente lo mismo. Una vez brotan de cualquier boca, de nada sirve apresurarse por retirarlas, desdecirse o tratar de minimizar los eventuales daños con explicaciones más o menos convincentes. Se han propagado como un misil.

Algunas son vacuas y caen en saco roto.

Otras alientan y reconfortan, dan la fuerza necesaria para dar un paso.

Y las hay que son tan afiladas que causan heridas.

«Palabra en el aire pesa»


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Lo (des)Conocido

Por más que miro no veo.

Soy incapaz de reconocer lo que conozco a la perfección, hasta el más nimio de los detalles.

¿Cuándo sabes que ha llegado el momento de rendirse?

Una parte de ti añora reencontrar lo que un día tuvo y mirar lo que muchos días vio así que, de alguna manera, te resistes a tirar la toalla. Simplemente cejas en tu empeño de apretar con fuerza, te prohibes pensar en ello, te niegas la posibilidad de verbalizarlo y te abrazas a la desidia, a la inercia. Si la toalla cae (si no ha caído ya) siempre te quedará el consuelo de saber que hiciste todo cuanto estuvo en tu mano.
Es decir, te has rendido pero tú aún no lo sabes.

[…]imitando en esto a los caminantes que, extraviados por algún bosque, no deben andar errantes dando vueltas por una y otra parte, ni menos detenerse en un lugar, sino caminar siempre lo más derecho que puedan hacia un sitio fijo, sin cambiar de dirección por leves razones, aun cuando en un principio haya sido sólo el azar el que les haya determinado a elegir ese rumbo; pues de este modo, si no llegan precisamente adonde quieren ir, por lo menos acabarán por llegar a alguna parte, en donde es de pensar que estarán mejor que no en medio del bosque.[…]

Segunda máxima de la moral provisional de Descartes


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La goseria de l’ignorant

Un cop vaig llegir un article, no recordo de qui ni on, que deia que en Miquel Martí i Pol defensava que hom no podia ser considerat un bon escriptor o poeta si no era capaç de descriure el mar. Cada cop que em ve al cap, faig un capbussó a internet per trobar aquest fragment exacte. I sobretot per saber com el descrivia ell. Però no ho aconsegueixo.

Segur que tots els lectors d’aquell article van pensar que la creença de l’escriptor osonenc era una exageració, que ells podien agafar paper i boli i plasmar el mar en un tres i no res.  Per algú que es dedica a escriure i que creu que les paraules són el seu principal aliat (en aquest cas, la certesa de la creença és encara més discutible) l’afirmació de Martí i Pol és tot un repte. És la goseria de l’ignorant, amb la que tants cops ens topem.

Calma i joc. Pau i neguit. Serenor i nostàlgia.

Això no és el mar, sinó el meu mar, les meves aigües. El que m’evoca, el perquè el busco, el defujo i  l’enyoro.


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Heridas abiertas…

Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Había sido advertida previamente del impacto que puede causar semejante estampa. Me había empapado de la historia del país y conocía sobradamente la atrocidad que se había cometido 12 años atrás (fui en julio de 2007), con la connivencia del ejército holandés de la ONU. Pero el cartel de bienvenida, no el de ‘Srebrenica‘, sino el que da la bienvenida al cementerio, una austera piedra de marmol con una cifra grabada seguida de puntos suspensivos, me dejó sin habla. Guardé la cámara, agaché la cabeza y me separé del grupo con el que viajaba.

«Homo homini lupus»

No fue la primera, ni será la última. Ni tan siquiera es la más cercana. Pero el clima sombrío, las lápidas amontonadas, la acumulación de días en el país siendo testigo de que la relación de sus habitantes se teje únicamente a base de rencor y odio, escuchando los relatos de personas que conviven (literalmente) con los asesinos de sus familiares, que cruzan la mirada con ellos a diario, hizo que esa matanza me pareciera especialmente cruel, especialmente cruenta,especialmente salvaje, especialmente descorazonadora. Especialmente inhumana.

Doce años después, seguía siendo imposible determinar cuántos bosnios murieron en julio de 1995 en la ciudad de Srebrenica durante la Guerra de Bosnia (1992-1995). Tras asesinar a alrededor de 8.372 hombres, el Ejército de la República Srpska determinó que lo óptimo era hacer añicos los cadáveres con excavadoras para esconder el genocidio. Ni tan siquiera dieron opción a que las familias enterraran los cuerpos o tuvieran la certeza de que entre los caídos en aquella matanza estaba algún ser querido.

Más que la cifra, tras la que ya no vemos personas (entre 30.000 y 500.000 camboyanos murieron durante la guerra de Vietnam; entre 500.000 y 1.000.000, durante el conflicto entre hutus y tutsies en Ruanda, etc. ), me impactaron Por una parte, confirman que la vida humana tiene, desgraciadamente, un escaso valor. Por otra, esos tres puntos son el reflejo de una realidad que maniata al país y le impide avanzar. Son el símbolo de una guerra inacabada, de una herida abierta y profunda que pese al paso del tiempo no cicatriza. Como lo son también las perforaciones de metralla que se cuelan en prácticamente todas las fachadas de los edificios del país. «¿Por qué no los arreglan?», preguntó ingenuamente alguno de nosotros a un bosnio en Móstar. «Porque no queremos olvidar«. Ni quieren ni pueden. El dilema moral es inmediato y más espinoso, profundo y complejo que el de posicionarse a favor o en contra de que se promulgue, o no, una amnistía tras un conflicto de semejante calibre.

Hay heridas que no sangran pero producen un dolor lacerante. Y se puede vivir con ellas, o se puede intentar pero cualquier día, un hecho aislado, una palabra, una imagen, un recuerdo, un sueño pueden hacer que supuren de nuevo, que nos desgarren, que nos impidan avanzar, que nos impidan perdonar